Antonio Lopes de Santa Anna
Antonio López de Santa Anna
A pesar de la leyenda negra que rodea su persona, Santa Anna accedió a su último mandato por expresa invitación de sus paisanos y no mediante un golpe de Estado. Tampoco se hizo del poder omnímodo por medio de intrigas y amenazas, esa facultad le fue otorgada de forma deliberada por quienes lo convocaron a ocupar la presidencia. Para entender esta situación, es necesario analizar los antecedentes inmediatos y el contexto en el que se produjo.
El 2 de febrero de 1848 se firmó en la villa de Guadalupe Hidalgo el Tratado de Paz Amistad y Límites entre los Estados Unidos y la República Mexicana. Se trató de un fuerte golpe para los mexicanos de entonces pues, tras una desastrosa guerra, se perdieron de forma súbita dos grandes bienes; de forma material le fueron arrebatados 2 400 000 kilómetros cuadrados de territorio, pero el daño más lamentable fue intangible: se destruyó la enorme confianza con que México había nacido a la vida independiente en 1821, creyendo que estaba destinado a ocupar un destacado lugar en el concierto de las naciones.
Al buscar la explicación de la derrota militar, se concluyó que había faltado unidad nacional frente al conflicto y que, como lo denunció Mariano Otero: “en México no hay ni ha podido haber eso que se llama espíritu nacional, porque no hay nación”. Resultó claro que era necesario trabajar para construir esa nación y esa identidad y en torno a éstas, crear las instituciones que proporcionaran a sus habitantes la seguridad y progreso que tanto anhelaban. No obstante, la tarea se antojaba imposible, sobre todo porque la profunda división entre bandos y facciones, hacía fracasar cualquier tentativa de construir un orden basado en un documento constitucional que satisficiera a todos.
A lo largo de la vida independiente de México, los intentos de transformar las estructuras políticas y sociales sobre las que se apoyaba el Estado, provocaron invariablemente una violenta reacción que, por medio de asonadas, motines y revoluciones, obligaba a dar marcha atrás a los promotores de estos cambios. Detrás de todos estos alzamientos se encontraban los conservadores quienes eran enemigos de toda reforma que alterara el esquema político sustentado en los privilegios de la Iglesia y el Ejército, a ellos se sumaban los grandes comerciantes y agiotistas que obtenían grandes ganancias con el contrabando y la especulación con los contratos gubernamentales.
Esa forma de pensar se hallaba muy generalizada en el país cuando, el 26 de julio de 1852, en Guadalajara, se pronunció José María Blancarte; su movimiento, que en un principio se dirigía a derrocar al gobernador del Estado, se amplió procurando la caída del presidente Mariano Arista.
El coronel Francisco Cosío Bahamonde, que anteriormente se había pronunciado en La Piedad en contra del gobernador Melchor Ocampo, se adhirió también al nuevo plan; Anastasio Rodríguez, en Aguascalientes, hizo lo propio y tomó control de esa entidad. Fue proclamado por Carlos Sánchez Navarro el Plan de Guadalajara el 13 de septiembre que incluía en su artículo 8º:“La nación invita al general Antonio L. de Santa Anna para que regrese al territorio de la República, para que coopere al sostenimiento del sistema federal y al restablecimiento del orden y la paz”
Este plan de Guadalajara fue modificado el 20 de octubre agregándosele la convocatoria de un congreso extraordinario. A esta modificación se le llamó Plan del Hospicio. La rebelión que hasta ese momento no había traspasado los límites regionales, de súbito se convirtió en una auténtica revolución nacional.
Para combatirla, el presidente Arista, a través de su ministro de Hacienda Guillermo Prieto, pidió al Congreso la autorización para contratar un préstamo por tres millones de pesos y aumentar todas las contribuciones directas en un 50 por ciento. El poder Legislativo hizo oídos sordos a las demandas económicas y se negó también a otorgar facultades extraordinarias al ejecutivo. Viéndose maniatado, Arista presentó su renuncia. Lo sucedió en el cargo el jurista Juan Bautista Ceballos quien dimitió tras 30 días de infructuosos esfuerzos; su lugar fue ocupado por el santanista José María Lombardini quien allanó el camino para el retorno de Antonio López de Santa Anna.
Conociendo su carácter, se pensó que la presencia de Lucas Alamán en su gabinete serviría como un contrapeso que equilibraría o frenaría los posibles excesos del general. De forma adicional, en lugar de una cámara de representantes un Consejo de Estado vigilaría la actuación del presidente y le proporcionaría la asesoría necesaria para ejercer un gobierno eficiente y acorde a las auténticas necesidades del país.
El viernes 1 de abril de 1853, Santa Anna desembarcó del paquete inglés Avon que lo había trasladado a Veracruz desde su exilio en Sudamérica; era un poco más del medio día y fue recibido por las autoridades del puerto y por comisiones de varios estados de la República.
El día 20 del mismo mes, en la Ciudad de México, fue investido con la banda presidencial y, conforme a lo acordado, designó a Alamán ministro de Relaciones, puesto que equivalía a nombrarlo primer ministro de su gobierno. También formaron parte de gabinete: Teodosio Lares, Manuel Diez de Bonilla, Antonio Haro y Tamariz, Joaquín Velázquez de León y José María Tornel.
Pese a encontrarse muy quebrantado de su salud, tan sólo dos días después de haber tomado posesión del Ministerio, Alamán presentó las Bases para la administración de la República, documento que regiría mientras fuera expedida una nueva constitución. También fundó el Ministerio de Fomento, Colonización, Industria y Comercio, así como el Consejo de Estado compuesto por 21 individuos, divididos en cinco secciones que corresponderían a cada una de las Secretarías de Estado; reorganizó el Cuerpo Diplomático, creó la figura del Procurador General de la Nación y dispuso que fueran separados del Ejército Mexicano los militares que en la guerra de 1847 se constituyeron prisioneros voluntarios de los norteamericanos.
La muerte de Alamán, ocurrida el 2 de junio significó, entre muchas otras cosas, el fin de la esperanza de controlar a Santa Anna quien, a falta de un verdadero ideólogo, comenzó a implantar en México su particular visión del pensamiento conservador, convirtiendo en ridículo el proyecto político que don Lucas habría deseado desarrollar.
En teoría, las facultades extraordinarias de Santa Anna debían terminar el 6 de febrero de 1854; no obstante, un pronunciamiento ocurrido en Guadalajara el 17 de noviembre de 1853, exigió que sus facultades fueran prorrogadas de forma indefinida. Nuevos alzamientos en igual sentido, llevaron o sirvieron de excusa, para que el Consejo de Estado se decidiera el 16 de diciembre a declarar que debía continuar al frente del gobierno en las condiciones en que lo venía desempeñando sin fijar un término para su conclusión.
No obstante las esperanzas de pacificación del país y de las promesas emitidas a su retorno, Santa Anna construyó un régimen despótico y autoritario. Cobijó de manera desmedida a sus favoritos, coartó las libertades ciudadanas, se rodeó de un boato propio de las monarquías europeas resucitando la Orden de Guadalupe creada durante el Imperio de Iturbide y para sí adoptó el título de Alteza Serenísima. En opinión de sus contemporáneos, en lugar de un gobierno, el general montó un inmenso carnaval.
Para sostener su tren de vida, cargó a los contribuyentes de impuestos exorbitantes. Además de restituir las alcabalas, decretó gravámenes sobre la propiedad y el trabajo y otros más extravagantes, exigiendo el pago de un peso mensual por cada perro. El incumplimiento era castigado con multas hasta de 20 pesos y la muerte del animal. Uno de los más recordados fue el impuesto que debía pagarse por cada puerta o ventana.
El descontento se transformó en irritación y en lugar de moderar su conducta, el gobierno publicó un bando contra los que murmurasen contra la autoridad, censuraran sus disposiciones o publicaran malas noticias. En él se imponía una multa de 200 pesos a cualquiera que, viendo cometer esas faltas, no denunciara a sus autores. Se canceló la libertad de imprenta y se impuso la pena de destierro a todo sospechoso de conspiración, la cual se aplicó sin distinción a hombres, mujeres y jóvenes, sin hacer excepción por vejez o enfermedad, quedando las familias en completo desamparo.
Para causar mayores aflicciones a los desterrados, a los habitantes de tierras frías se les enviaba a climas ardientes del sur, o se confinaba a los habitantes de éstos a las regiones del norte; los desgraciados proscritos eran obligados a vivir en poblaciones insignificantes donde no encontraban medios para subsistir. En suma, el régimen de Santa Anna se convirtió en el gobierno de un hombre “poseído de algo como un delirio del poder”, que veía en cada individuo un conspirador y con esa óptica hizo de la persecución una forma de gobernar. Fueron víctimas del destierro destacados liberales como Guillermo Prieto, Melchor Ocampo, Benito Juárez, Ponciano Arriaga, José María Mata y muchos otros.
Para colmar el vaso del descontento, “Su Alteza Serenísima”, el general presidente, firmó con Estados Unidos un tratado por el cual México cedía el territorio de la Mesilla a cambio de 10 millones de pesos; en total se perdieron 339 370 hectáreas pertenecientes a los estados de Sonora y Chihuahua.
El 1 de marzo de 1854 el coronel Florencio Villarreal, de acuerdo con Juan Álvarez, promulgó en la Hacienda de la Providencia el Plan de Ayutla, que fue reformado el día 11 en Acapulco por Ignacio Comonfort. La revolución encabezada por Álvarez, caudillo de la Independencia, estalló el 1 de mayo.
Tratando de demostrar la legitimidad de su gobierno y la popularidad de su persona, don Antonio convocó a la celebración de un plebiscito en el que la población decidiría si debía continuar al frente de la presidencia. La consulta se llevó a cabo el 1º de diciembre de 1854; los resultados fueron dados a conocer por El Universal, periódico conservador que se había caracterizado por su desmedida adulación al régimen. De acuerdo con el diario, 435, 530 personas se manifestaron por la permanencia de Santa Anna en el poder y únicamente la despreciable cantidad de 4,075 se pronunciaron en contra.
La referida publicación narró así el entusiasmo popular al conocer el resultado del plebiscito:
Ayer fue un día de júbilo para esta capital: el comercio se cerró a las doce, se pusieron colgaduras en los balcones, y por la noche hubo una iluminación general. El pueblo ha celebrado con entusiasmo un suceso que asegura la continuación del orden, y fortifica las esperanzas de sosiego y de bienestar que todos ciframos en Su Alteza el presidente.
Pero el panorama no se presentaba como se había dibujado: la revolución se extendía y sus triunfos, cada vez más frecuentes, minaban los cimientos de la dictadura. Pese a que sus voceros se afanaron por desmentir los rumores de su eminente renuncia, el 9 de agosto por la madrugada salió Santa Anna de la capital, casi a hurtadillas. Se dijo oficialmente que viajaba a Veracruz para encargarse en persona de restablecer el orden alterado por pequeños disturbios en aquel departamento. Ese mismo día, fue publicado un decreto que establecía que, en caso de necesidad, un triunvirato compuesto por el presidente del Supremo Tribunal, licenciado Ignacio Pavón, y los generales Mariano Salas y Martín Carrera sucedería al dictador. Como suplentes fueron señalados los generales Rómulo Díaz de la Vega e Ignacio Mora y Villamil. Su principal obligación consistiría en convocar a la nación para que se constituyese según su voluntad. Los habitantes de la Ciudad de México se dieron cuenta de que habían sido abandonados a su suerte; sin embargo, las cosas permanecieron en aparente calma por algunos días.
Muy temprano en la mañana del 13, en la Alameda comenzó a reunirse un grupo de personas que pronto alcanzó el grado de multitud. Estos individuos de varias condiciones y profesiones estuvieron de acuerdo en pronunciarse en favor del Plan de Ayutla y para constancia, acordaron extender un acta popular a la que podría adherirse mediante su firma todo aquel que lo deseara de esta forma; desde las once de la mañana hasta las cinco de la tarde se añadieron rúbricas al documento que fue entregado en las Casas Consistoriales al general Rómulo Díaz de la Vega por una comisión encabezada por Francisco Zarco.
De forma paralela y sin conexión aparente con el hecho anterior, la guarnición de la plaza de México decidió adherirse a la revolución y eligieron como cabeza del movimiento al general Díaz de la Vega.
Mientras tanto, Santa Anna desde Perote dirigió un manifiesto a la nación en el que se llenaba de autoelogios y recordaba a sus ingratos compatriotas que lo habían llamado de un destierro para salvar a México de la anarquía y que de forma casi unánime las autoridades de los estados se habían pronunciado por su regreso, produciendo el decreto de 17 de marzo de 1853, que declaraba que era voluntad de la nación que él ocupara la primera magistratura con facultades omnímodas. Después de este amargo y prolongado recuento de agravios, presentó su renuncia a la presidencia y vía telegráfica ordenó que a las doce de ese mismo día fuera instalado el triunvirato que señalaba el decreto del 9. El general Díaz de la Vega le contestó refiriéndole lo ocurrido con el pronunciamiento de la guarnición, la agitación de la población y desaconsejando la erección del triunvirato argumentando que sería desconocido por el país entero.
El 18 de agosto, siendo despedido con todos los honores por los miembros del ejército, se embarcó en Veracruz. No volvería a ocupar nuevamente la presidencia de la República.
A pesar de todo, debemos reconocer que durante este breve periodo donde el abuso del poder y la extravagancia fueron la nota, también fructificaron unos cuantos proyectos que significaron un importante avance desde el punto de vista jurídico y administrativo, entre estos destacan la Ley para el Arreglo de lo Contencioso Administrativo y el Código de Comercio de 1854, más conocido como Código Lares.
Fue también cuando por medio de un concurso público, México adquirió el Himno Nacional que actualmente reconocemos como propio y que fue interpretado por primera vez en el Teatro Nacional el 16 de septiembre de 1854 ya con la música compuesta por Jaime Nunó.
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